Styxx hizo una pausa
en el umbral que daba al jardín al ver a Apollymi sentada en un banco de piedra
que daba a una fuente oscura. Así que esta era la perra que había cambiado y
arruinado su vida para siempre…
Y todo para salvar
la vida de su propio hijo.
Probablemente
debería odiarla solo por eso, pero dado el echo de que él habría vendido su
alma por tener una madre que, aunque fuera, se diera cuenta de
que existía, ¿cómo podía hacerlo? A pesar de lo que Acheron pensara, el amor de
Apollymi por él era la única cosa que Styxx alguna vez había envidiado.
Eso y el amor de
Ryssa.
Styxx tragó ante la
vieja herida que se abría nuevamente y lo llenaba de dolor. Él había hecho
cualquier cosas que pudiera para hacer que su hermana lo amara, pero sus celos
injustificados y el amor por Acheron habían evitado que lo viera como algo más
que una persona sin valor, malcriada y egoísta. Mientras había hecho todo lo
posible para proteger y escudar a Acheron, Ryssa lo había culpado de forma
implacable por cosas sobre las
que él no tenía control.
Por cosas que él no
había hecho.
Pero él no pensaría
más en eso. El pasado era historia antigua. Literalmente.
Este era el
presente, y una vez más, Acheron lo necesitaba. Respirando profundamente,
Styxx estudió a la diosa que lo odiaba incluso más que su propia madre y su
hermana.
Su
cabello rubio claro contrastaba visiblemente con su vestido negro, y ambos
fluían alrededor de su cuerpo perfecto. Irónicamente, la diosa Atlante del
dolor y la destrucción tenía que ser la mujer más hermosa que jamás había
vivido.
El movimiento del
agua causaba un sonido similar a un arrullo, a pesar del hecho de que ambos
estaban en el infierno. Su aislamiento lo golpeó al recordar el propio y
despertó un horror que moría por enterrar cada minuto que pasaba despierto. No
había nada peor que existir en un hoyo oscuro donde la única compañía que uno
podía tener era la vista del propio rostro en un frío reflejo que mostraba lo
mucho que te odiabas a vos mismo.
Pero a diferencia de
él, Apollymi no estaba sola en su prisión.
Su mirada se desvió
a los dos Charones que estaban de pie a ambos lados de ella. Si bien no
hablaban, al menos eran otra forma de vida que tenía cerca. Sin mencionar, ella
tenía un ejército entero de Daimons para servirla y acompañarla.
Él se encogió al
recordar todos los siglos que gritó para que alguien, quien fuera, tuviera
piedad de él y solo le hablara para poder escuchar
algo. Ni siquiera tenían que hablarle a él. Solo decir algo.
Once mil años eran
difíciles de soportar.
Once mil años de
terrible soledad.
“Así que no sos un
cobarde, después de todo.”
Él enfocó su mirada
en Apollymi mientras su odio se alzó para devorar cada parte restante de su
dolor. “Fui muchas cosas durante mi
vida, pero nunca un cobarde.”
Ella se alzó con los
mismos movimientos lentos y con gracia que ahora estaba tratando de aprender de
Acheron. Mientras ella se dio vuelta para enfrentarlo, sus ojos cambiaron de
ese color plateado ondulante a un rojo vibrante- otra cosa que tenía en común
con su hijo. “A mi no me engañás, perro. Te veo por lo que realmente sos.”
Styxx contuvo su
risa amarga solo por hábito. Como humano, este tipo de comportamiento le habría
causado que su padre lo hiciera atravesar una pared de un golpe. Pero Apollymi
no podía matarlo.
Solo Acheron podía
hacerlo.
“Me cuesta creerlo,
mi señora.” Ni una vez durante su vida habían visto la verdad en él. Y estaba
en paz con eso. Hacía tiempo que se había acostumbrado a ser prejuzgado y
despreciado.
Antes de que pudiera
pestañar, ella se desvaneció, para luego reaparecer a su lado. Ella hundió su
mano en su cabello rubio y tiró de él. “Si no fuera por mi hijo, en este momento
tendría tu corazón en mi puño.”
Él no se estremeció
ni reaccionó ante el dolor en lo más mínimo. “Si no fuera por mi hermano, te
destriparía en este momento.”
Ella se rió ante su
amenaza, y luego lo sujetó del cabello con más fuerza. “No sos nada más que una
copia barata de mi Apostolos. Solo una sombra del hombre en el que él se ha
convertido. Nadie te confundiría con él. ¿Cómo podrían hacerlo?”
Era raro escuchar
sus dudas, las cuales repetía como una letanía, salir de la boca de alguien
más. Ella podría ser su padre, diciéndole cómo nunca sería lo suficientemente
bueno como para ser rey. Que deberían haberlo ahogado al momento de su
nacimiento.
Cuando él no le
respondió, ella le gruñó, mostrándole los colmillos. “Te odio.”
Él se burló. “El
sentimiento es mútuo.”
Ella le tiró del
pelo con tanta fuerza, que le sorprendió que no se los arrancara de raíz y lo
dejara sangrando. Con sus ojos brillando nuevamente, ella lo sujetó contra sí
misma y le hundió los colmillos.
Él aspiró ante el
dolor crudo y constante de su mordida. Un dolor que a ella le daba placer
causarle. Por el amor de todos los dios, por favor, arrancame la
garganta. Quizás así, por unos minutos, podría estar en paz.
Pero mientras ella
bebía de él, su agarre comenzó a dulcificarse y el dolor disminuyó. En unos
segundos, se sintió casi como el abrazo de una madre. No era como si él
recordara la sensación de ser abrazado. A decir verdad, podía contar con una
mano las veces que lo habían abrazado durante toda su vida.
Y ninguno de esos
abrazos provino de su propia madre.
Apollymi se retiró
para mirarlo con el ceño fruncido. Su sangre manchaba sus labios. Para su
completo shock, ella lo acarició con dulzura la herida que había dejado en su
cuello. “No tenía idea,” ella le dijo con un nudo en la garganta.
Él se alejó de sus
brazos. No quería ni necesitaba la amabilidad ni lástima de nadie, mucho menos
de ella. “Si, bueno, todos tenemos mierda con la que tenemos que lidiar.”
Ella se acercó a él,
pero el dio un paso hacia atrás. Ya no era un chico que rogaba por un poco de
amabilidad de quien sea. Él había aprendido de pequeño que estaba solo en este
mundo. Y honestamente así lo prefería.
“¿Listo?” preguntó.
Apollymi asintió
sutilmente.
Bien. Ahora podía
mudarse a su nueva prisión y dejar todo atrás. Se secó la sangre del cuello y
se dio vuelta para irse.
“¿Styxx?”
Él hizo una pausa,
pero no dijo nada.
“Gracias por hacer
esto por Apostolos,” ella susurró, su voz llena de emoción. “Y, si cuenta para
algo, lamento mucho todo lo que te pasó.”
Lo lamento… esa
frase hizo que se le frunciera el labio.
Esta vez, le dio
rienda libre a las ganas que tenía de burlarse. “Todos lamentan alguna
cosa.” Y la inmobilizó con una mirada abrazadora. “Y hay algunas cosas,
mi señora, que con lamentarse no se arreglan.”
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